COLUMNISTA INVITADO: GONZALO ZEGARRA MULANOVICH, DIRECTOR DE SEMANA ECONÓMICA
Está de moda -y es lo "políticamente correcto"- celebrar la actitud de última hora del premier Yehude Simon, y hasta del presidente Alan García, de rectificar su posición sobre los decretos legislativos 1064 y 1090 e impulsar finalmente su derogación. Pero nadie repara en que la rectificación ha sido incompleta.
Las protestas desafiaban al establishment político en cuestiones de fondo (la validez, viabilidad y/o conveniencia de las leyes) y de forma (cómo se hicieron los reclamos). El gobierno fue, en la práctica, intransigente con los aspectos de fondo (porque antes de la tragedia nunca estuvo dispuesto a revisar las leyes), y eso es lo que ha rectificado. Pero otro error, acaso tan o más grave que esa intransigencia de fondo, fue su excesiva tolerancia con la forma en que se canalizó la protesta. Y no me refiero únicamente a su sangriento desenlace final -de una barbarie sin precedentes- sino a la violencia intrínseca al bloqueo y toma de la carretera desde el inicio del conflicto.
Incurren, pues, en grave contradicción quienes afirman -yo he leído comunicados que circulan en el extranjero con ese tenor- que las protestas fueron siempre pacíficas y legales. No puede ser pacífico, por definición, un bloqueo vial, porque impone a las ciudades bloqueadas la literalmente violenta carga del aislamiento (nada menos que una táctica de guerra convencional). Tampoco puede ser legal, porque está tipificado como delito en el código penal peruano.
Parte sustancial del mal manejo del gobierno radica en no haber impedido la toma vial desde el primer día. El desenlace explosivo fue producto de la acumulación de la rabia de los protestantes por el maltrato recibido (las constantes "mecidas"), pero también de la falsa idea -alimentada por la inacción del gobierno- de que su medida de fuerza era "normal" y tolerable.
Esa equivocación no ha sido rectificada. Habrá quienes crean que es inoportuno hacerlo en este momento. Tal vez, pero en los hechos corresponde cambiar radicalmente de actitud, a la luz de los efectos de mediano y largo plazo que lo contrario podría acarrear. Los más pesimistas vislumbran el inicio de la replicación en el Perú del lamentable derrotero que ha llevado a Bolivia a la cuasi fragmentación, bajo un gobierno que ha abolido toda institucionalidad. Pero el Perú -con todos sus problemas- es un país mucho menos fragmentado y mucho más moderno, así que el triunfo antisistémico (para desgracia y decepción de los Humala de todo calibre) resulta menos probable.
Sin embargo, quedan dos años de gobierno que deberían ser lo menos accidentados posibles, entre otras razones para cumplir la obsesión presidencial de atraer y mantener las inversiones. Si por cada desencuentro o discrepancia política se va a tolerar bloqueos de carreteras y asonadas violentas, se deterioraría el clima de negocios, pero además se alimentarían las demandas de mano dura de los nostálgicos del fujimorismo, un grupo mucho más extenso en volumen que los nativos selváticos.
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